Me aguardas,
madre
inefable, bajo
la losa de sombra fría.
No existen
flores sobre el plano, pero…aguarda
planté unos
brotes de simple hiedra para resarcirte el verde.
Ya no sufras
por el gris de tu losa compartida.
¿Notas la lealtad
del viejo ciruelo?
Él no te
abandona.
Condenado a
la misma tierra
no ceja en
bridarte su frescura,
su lluvia de
pequeños pétalos primaverales
o esos besos
en rojo viejo de su fruta madura.
Rojo. Viejo.
Como mi sangre, madre. Ésta, tuya y mía.
Huérfanas ambas
de los abrazos que nunca fueron:
los límpidos,
los serenos.
Me lloro,
madre.
Nadie como
yo sabe tanto lo que no fue.
Mas soportémoslo.
Aguarda otro
tiempo no cifrado y en tanto, solacémonos
con las
otras flores: las tuyas, las mías.
Esas que
crecen salvas atrás año conservando en su interior nuestra semilla
y estallan a
su vez, de cara al viento
para multiplicarse
hasta el fin del tiempo signado.
Soy nuestra
jardinera, madre. La tuya. La mía.
Todavía en
mis años maduros escarbo la tierra ansiosa
para que
seas testigo de nuestras flores; las tuyas y mías
y compruebes,
con alborozo que tanta penitencia no fue en vano.
Aguarda, calma,
madre.
Momento habrá
en que las respuestas perderán todo sentido
ante la
tibieza eterna de un abrazo compartido.
El tuyo. El mío.
Amanda Espejo
Quilicura /
junio - 2016